un pequeño relato de lo que significa ir en moto para mi

Porque quiero y porque puedo

 

Voy en moto porque quiero. Porque quiero y porque puedo. Porque en mala hora descubrí que hay un diablo latente en mí que quiere agarrarse a un trozo de manillar y disfrutar de la física. Si el amor es química y se disfruta, la moto es física y se goza igualmente porque es parte de nuestra naturaleza y lo llevamos dentro, en la sangre y lo que se lleva en la sangre no se puede eliminar tan fácilmente. No existe una diálisis que me purifique la sangre y me quite el latido polvoriento de un neumático agarrándose a un firme negro que sube hacia un puerto de montaña. Uno cualquiera, sea la carretera a Cangas de Narcea, la sierra de Tramontana, el Furkapass, los Beyos, el Pajares, el puerto que lleva a Solsona, dos carriles bien asfaltados, con curvas amplias y despejadas, entre verde, gris y azul pero siempre por lo negro, conmigo subido a mi veloz montura, tumbado sobre el depósito, con la vista fija al final de la curva, la rodilla suspendida en el aire, el cuerpo en un ligero escorzo, inclinando lo que todas las fuerzas consienten, la fuerza de la gravedad, la inercia, el rozamiento, la centrifuga y la centrípeta permiten a un tipo como yo pasar ese giro a esa velocidad. Eso hago y continúo en busca de la siguiente.

Así, poco a poco, a una velocidad de vértigo, encadeno kilómetros desencadenando sensaciones inimaginables que latigan mis venas y sacuden mis arterias, pidiéndole a mis puños más aire para unos pulmones que gritan desaforados, en silencioso contraste con el rugido de un motor a altas vueltas. Es un torrente de sensaciones que me dilatan las pupilas para intentar ver más allá, más lejos. Nadie me pide que lo haga pero tengo la necesidad perentoria de liberarme a través de las explosiones de unos pistones. Ni siquiera sabía lo que tenía por delante cuando escogí, instigado por mi padre, comprar una moto como respuesta a una necesidad innecesaria como tantas que tenemos hoy en día. Poco a poco me fui sumergiendo en un mundo en el que el tiempo corre de otra manera, en el que la gente que te adelanta o con la que te cruzas te saluda, a la antigua usanza, como en los pueblos pequeños, en los que cualquier vecino es un conocido. Desde la pantalla de un casco, con el ruido del viento circulando alrededor de mi casco amortiguado las cosas se ven y se sienten de otra manera, vestido de cuero o cordura, la que me falta cuando veo una negra serpiente sinuosa con una raya blanca en la espalda, todo el que lleve otro casco es un conocido al que asistir y saludar cuando lo avistas. Si hay tiempo para ello entre toda la sucesión de gestos que convertidos en costumbre por la fuerza de la repetición se realizan para tomar una curva, como en un baile, intento negociarla según los parámetros correctos: levantar el cuerpo, soltar gas, apretar embrague, bajar una marcha, golpe de gas, soltar embrague, comenzar a frenar, colocar el cuerpo hacia el lado de la curva, sacar la rodilla perpendicular al suelo, apoyar el muslo en el asiento y descolgar el resto del cuerpo, asegurarse de que los pies están bien colocados, dejar de frenar, reducir otra marcha si es necesario y mediante el cuerpo, tirar la moto abajo, mirando siempre hacia el horizonte de la curva para salir de ella acelerando suavemente pero con contundencia por la trazada correcta, levantando la moto, yéndome hacia el límite de mi carril, una curva perfectamente trazada que me hubiera podido dar un mundial de haberlo disputado. Y a veces, cuando las cosas vienen mal, entonar la letanía del motero, esa que reza, ya antes de tomar la curva, ay ay ay ay que esta curva no la tomo, uy uy uy que nos salimos, uf uf uf uf, de la que nos hemos librado. Respirar hondo si al final no ha sido tan grave y tomarse la siguiente trazada con más cautela, cautela que caerá en saco roto al cabo de unos pocos minutos, efímero tiempo en el que se tranquiliza el corazón desbocado y se vuelve a desbocar el espíritu.

Por todo ello cuando nadie me ve grito. Grito dentro de mi casco de tanta felicidad que siento. Aunque nadie se dé cuenta, expreso mi placer a voces, porque por algún sitio y de alguna manera tienen que salir las emociones. En ese juego estoy ahora, con la visera del casco levantada, dejando que el aire me despeine las pecas y haga que mis ojos lloren, o quizás es la felicidad la que me hace soltar dos gotas de agua salina que corren horizontales hacia el suelo donde caerán como lluvia fina que no moja pero cala. Como una botella de champán que se descorcha, así me salen las carcajadas tras un rato de emociones.

Por eso todas las mañanas de sábado madrugo, esperanzado cuando levo la persiana, dejo que el sol entre en mi cama y levanto la mirada a medias tímida a medias desafiante al cielo. Afortunadamente las más de las veces la bajo convencido de optimismo y comienzo a medio esbozar la sonrisa que me acompañará mientras me visto con el traje de rigor, cuero negro, botas, guantes, espaldera, pañuelo al cuello, y me junto con otros como yo para recorrer kilómetros sin destino porque todas las carreteras tienen un sentido. Tras la parada de rigor en el bar para encontrarnos y reconocernos, arrancamos todos juntos salimos en la mañana de sábado como un escuadrón de cazas, agrupados todos en la ficticia línea de salida de un semáforo, el sonido metálico de la primera marcha engranándose en múltiples y muy diversas máquinas, onomatopéyicamente complejo, irreproducible, irreflejable en un pentagrama, una conjunción de sonidos graves, duros y metálicos, ocultos entre los miles de sonidos que emanan de los motores junto con los gases de escape. Y acelerar cuando el semáforo cambia al verde, y salir cada uno a su ritmo hasta encontrar la formación adecuada, en damero, recorrer campos y montañas, adelantar coches, uno tras otro, con el zumbido, grave o agudo, de una motocicleta acercándose, adelantando y alejándose, pequeña ya en la proximidad, diminuta en la distancia, que se aleja más rápido de lo que puede ir ningún automóvil. En cualquier rincón nos paramos, nos quitamos el casco mostrando el peinado liso de los que llevan la cabeza envuelta y disfrutamos del sol que no atraviesa la piel, la del traje de moto. Nos merecemos un poco de sosiego tras tanta adrenalina y gasolina. La parada forma parte de las tradiciones moteras, tradiciones muy arraigadas, una sociedad aparentemente cerrada pero que realmente no es tal, con normas no escritas. En una vuelta al inicio, volvemos a nuestras ilusiones y emprendemos el retorno a casa por el camino más largo, el que tenga menos rectas. No es fácil encontrar tiempo para hacerlo pero si es simple el encontrar razones. Me siento bien cuando abro las piernas para abrazarla con todo el cariño del mundo, ya que es el viento que borra mis preocupaciones, la esperanza de unos minutos de felicidad. Es difícil de entender, sobre todo si no has conducido una moto, pero cuando enfilo la puerta de salida del garaje, o la del trabajo, siento como mis preocupaciones se pierden, deslabazadas en la estela que voy dejando, mis penas se caen por los agujeros de los bolsillos y así va clareando mi día, arboreciendo de nuevo.

Por todo ello, en cuanto tengo algo de tiempo libre, me visto de azabache y plata de luna y salgo a apaciguar mis demonios interiores a lomos de una yegua sombría atravesando velozmente una revirada carretera de una montaña cualquiera. Porque quiero y porque puedo. Porque así soy feliz.

 

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